EL GATO VEGANO

 solo somos parte de la naturaleza, no sus dueños


Había una vez un gato vegano, sí, sí, cómo lo lees: un gato vegano.

Este gato, desde que nació, sintió que él tenía algo especial en su interior. No era como sus iguales. Se dio cuenta a una temprana edad que matar ratones, arañar perros y vivir al margen de la sociedad era contraproducente para el karma. Él estaba convencido de que podía elevar su alma por encima de sí mismo.

Era un felino muy concienciado con ser el cambio que quería ver en el mundo. Pese a que sus hermanos gatos le decían que estaba loco, él tenía claro que quería ser vegano. Fue a un monasterio budista y aprendió a meditar. Fue a un ashram de yoga para practicar. Fue hasta el confín del mundo para darse cuenta de que su hogar estaba en su interior. Un lugar en calma, lleno de armonía, amor y buen hacer.

Se instaló en la preciosa casita de sus ancestros en una aldea al lado de la montaña. Se cortó las uñas y decidió vivir en paz. Qué feliz era el Gato Vegano. Plantaba y cuidaba con cariño frutas y verduras, tomaba el sol todas las mañanas mientras meditaba, antes del amanecer practicaba su secuencia de asanas de yoga y antes de ir a dormir escribía en su diario sesudas reflexiones sobre la existencia animal.

Como buen gato vegano dejaba vivir a los ratoncitos de los alrededores, e instaba a todos los perros y gatos con los que se cruzaba a que también se hiciesen veganos. Por supuesto, los perros creían que estaba majareta y sus hermanos felinos que había perdido la chaveta. Era el chiflado de la aldea, siempre tiene que haber uno.

Pero el Gato Vegano era fiel a sus principios. Nunca utilizaba productos animales para su provecho y la vida austera que se había impuesto era satisfactoria para él.

Sin embargo, un día primaveral, lleno de luz y fragancias embriagadoras, una camada de ratoncitos se instalaron en el tejado de su linda casita. Parecían una familia normal, una pareja de adorables ratones con sus diez crías. Cada noche, sentado en su sillón de meditación podía oírlos corretear entre las tablas de la cubierta, riendo y bailando. Al principio le pareció entrañable aquel bullicio, era el sonido de la vida.

Pero al poco tiempo se dio cuenta de que sus inquilinos eran unos ratones muy juerguistas y algo maliciosos. En teoría los ratones de campo son vegetarianos, pero resultó que los ocupas de su vivienda eran carnívoros.

Todas las noches había juerga en la buhardilla y la paciencia del pacífico gato se iba agotando. Sin poderlo evitar, sentimientos contradictorios comenzaron a nacer en su interior.

-¡Malditos roedores!... Respira y céntrate… –musitaba como un mantra para sí.

Durante un tiempo dejó a sus nuevos inquilinos hacer lo que quisieran, pero la jarana en el tejado era insoportable. Cada noche podía oírlos con total claridad como comían moscas y escarabajos con un disfrute sin igual, bebían sangre de lagartijas hasta caer borrachos y cantaban música gregoriana satánica a todo chillar.

La música era lo que peor llevaba, ese sonido agudo y profundo se clavaba en su pequeña alma vegana. La ira y la frustración fueron creciendo a medida que pasaban los días y las noches. Ni su práctica de yoga, ni las largas horas de meditación, ni la lectura y estudio de los textos sagrados de los Altos Veganos le consolaban.

-¡Malditos roedores!... Respira y céntrate… –musitaba como un mantra para sí.

Una idea escabrosa se materializó en su cabecita de gato vegano. La desechó. Aquello era demasiado perverso. Decidió hacer caso al Decálogo Vegano: solo somos parte de la naturaleza, no sus dueños.

Con esa idea bien asentada en su mente siguió con sus rutinas habituales. Sin embargo, la comunidad ratonil crecía a pasos agigantados. Todos los ratoncitos de campo, carnívoros, juerguistas y satánicos, que se enteraban de que en casa del Gato Vegano podían hacerse fiestas y jolgorio sin ser atacados por un felino, se instalaban en el tejado.

-¡Malditos roedores!... Respira y céntrate… –musitaba como un mantra para sí.

Pasados tres meses aquello era insoportable, los ratones carnívoros eran una jauría y estaban intimidando a vecinos y amigos. Los perros ya no podían soportar aquella invasión y sus hermanos gatunos estaban en pie de guerra contra él. Hubo una reunión vecinal.

–Esto es insoportable, Gato Vegano –berrearon los perros del lugar.

–Tienes que hacer algo, Gato Vegano, es tu casa –le ordenaron sus hermanos y hermanas felinos.

–Lo sé, lo sé, son unos ratoncitos muy maleducados. Pero nosotros solo somos parte de la naturaleza, no sus dueños. No podemos hacer y deshacer a nuestro antojo –respondió el gato apesadumbrado.

–Es tu maldita casa, algo tienes que hacer –dijo el can más viejo de la aldea–. Tus convicciones nos están coaccionando a todos.

–Exacto, ¿acaso eres tú el dueño de la naturaleza? ¿Eres tú quién marca las reglas? –preguntó inquisitivo el presidente de la asociación de Felinos Monteros.

–No, por supuesto que no, yo no quiero imponer mis normas. Cada cual es libre de hacer lo que quiera. El decálogo vegano dice: los animales son nuestros compañeros de ruta, no nuestros esclavos –respondió el Gato Vegano.

–¡Paparruchas! Eso es una excusa para no actuar –dijo una perra gigantona de pelaje negro.

–¡Exacto! Te escudas en tus convicciones de vegano para no hacer lo que tienes que hacer… ¡Eres un cobarde! –sentenció la presidenta de la Gatas Sapientes.

–No soy un cobarde… tan solo es que… soy vegano. Pero como bien dice el decálogo vegano de los Altos Veganos: escucha a quienes te cuestionan con argumentos, nada es blanco o negro, pero nuestro fin es indiscutible; respetar la naturaleza.

–¿Nos estás tomando por idiotas? –preguntó una perrita salchicha–. Por tu culpa tenemos una invasión de ratones carnívoros, juerguistas y satánicos. Es tu responsabilidad acabar con todo esto. O si no…

–¿O si no, qué? –El Gato Vegano se puso a la defensiva.

–O si no, te tendrás que ir de nuestra aldea. Expropiaremos tu casa y eliminaremos a los ocupas con nuestras propias leyes. ¡Tienes dos días! –sentenció el presidente de los Felinos Monteros.

El Gato Vegano se fue de la reunión consternado, la comunidad de su aldea quería obligarle a actuar de una manera contraria a sus principios. Con la cabeza hecha un lío llegó a su casa, cuando quiso abrir la puerta se dio cuenta de que la cerradura estaba cambiada.

Llamó con educación: Toc, toc, toc.

–Márchate, Gato Vegano. Eres un atontolinado. Ahora tu casa es nuestra casa –dijo una voz autoritaria desde el interior.

–¡Malditos roedores!... Respira y céntrate… –musitó el mantra para sí. –Amigos, por favor, podemos llegar a un acuerdo. Esta es mi casa y ustedes son unos invitados. Ahora tienen que buscar un nuevo hogar.

–Márchate, Gato Vegano. Eres un atontolinado. Ahora tu casa es nuestra casa.

–¡Malditos roedores! –gritó histérico.

El gato aporreó la puerta con todas sus fuerzas durante todo el día y toda la noche, pero los ocupas tan solo se jactaban de lo tonto que había sido por haberles dejado instalarse y procrear.

–Qué un gato sea vegano es la tontería más grande del mundo. Tú te lo has buscado, Gato Atontolinado.

Las risas de los roedores satánicos retumbaron en el interior del Gato Vegano y algo en la profundidad de su alma se quebró. El gato rompió a llorar en el umbral de su casa oyendo las risas burlonas de los ratones, y sintiendo las miradas incomprensivas de sus vecinos y vecinas. Con la cabeza gacha y el rabo entre las patas se encaminó hacia el monte.

La noche se ceñía en el bosque, pero la luz de la Luna fue su guía. Buscó un pino con un tronco grueso y firme. Embadurnó sus escasas zarpas con resina de la madera del árbol formando unos mazacotes largos y compactos. Se ató un pañuelo a la frente y con toda la ira, frustración y vergüenza que crecía en su interior se dispuso a arañar el tronco. La sangre comenzó a brotar de sus débiles garras, pero a medida que iban pasando las horas la fuerza de antaño volvió con una energía renovada. Al amanecer, las uñas postizas de resina eran largas, afiladas y letales, entonces volvió a su hogar.

Lo que sucedió a continuación fue una masacre en toda regla. El Gato Vegano apartó de su interior el Gran Decálogo Vegano y, al más estilo Felino Samurai, rebanó el pescuezo de cada uno de aquellos roedores satánicos. En cuestión de una hora no dejó ratón con cabeza.

–Vegano sí, pero atontolinado no –musitó para sí, limpiándose las fauces de sangre, pelos y colas de ratón con el dorso la pata.

FIN

Esther Vázquez
septiembre/2020
 
MODELO DE PORTADA: FRODO, el león de Trabazo 

 
¿Quieres leer una aventura fantástica 
de cómo preservar la naturaleza?

Pincha en la imagen para leer más

 

 

 



Comentarios

Entradas populares de este blog

TONTOS RITUALES

Sueños de Cajamarca

La poción